COMERCIO INTERNACIONAL 5: KEYNES Y EL COMERCIO INTERNACIONAL

Macroeconomía keynesiana y comercio internacional

En el siglo XX, la principal contribución a la crítica de la doctrina clásica se debe a
John Maynard Keynes (1883-1946). Sin duda el economista más influyente del
siglo pasado.
Keynes en 1930, en sus intervenciones ante sus compañeros del Comité Macmillan,
se declaró favorable a la protección como medida provisional, en las circunstancias
de caídas de precios y aumento del paro por las que estaba pasando la economía
británica. Incluso así, admitió que la doctrina de la libertad comercial habría estado
muy bien si los salarios monetarios hubieran sido flexibles, como durante todo el
siglo XIX. Pero en el marco institucional de la Gran Bretaña de entonces, con
poderosos sindicatos y un subsidio de paro generoso, la protección arancelaria,
pese a su desventaja productiva, podía ser la única forma de aumentar el empleo.
Justificó esta afirmación con dos razones, ambas sorprendentes e improbables. La
primera fue que un arancel proteccionista tenía el efecto de elevar el nivel de
precios nacional sin elevar los costes, lo que animaría a los empresarios producir
más y a reclutar más mano de obra. La segunda fue como sigue. Admitió que la
protección reduciría el poder de compra de los asalariados. Pero un arancel más
alto mejoraría la balanza comercial británica. Como un superávit de la balanza
comercial equivalía a un préstamo a los extranjeros, es decir, a una inversión
británica en el exterior, tal superávit, en un época de recursos ociosos, tendería a
aumentar el empleo y a compensar la reducción inicial del poder de compra de los
obreros.
Posteriormente, en 1933 pronunció una conferencia en Dublín bajo el título de
“Autosuficiencia nacional”, que luego recogió en un artículo en el New Statesman.
El contenido es chocante. No sólo culminó su discurso con una peroración
romántica contra la cultura capitalista del dinero, sino que llegó a presentar el
intercambio voluntario entre productores y consumidores del mundo entero como
un combate cuasi bélico entre naciones. ¡Tal era el perverso resultado de
considerar que el comercio internacional es esencialmente distinto del comercio
doméstico!
Se ve que Keynes, que en esos momentos había empezado a redactar su Teoría
general, intuía que, para el buen funcionamiento del modelo estatista de pleno
empleo que iba a presentar en su obra maxima, necesitaba cerrar el país al
comercio internacional y sobre todo independizar la economía de los flujos
financieros internacionales.
Precisamente, la cima de su nuevo proteccionismo iba a estar en la Teoría general
del empleo, el interés y el dinero (1936). La idea central de ese libro era demostrar
que el sistema capitalista carecía de los mecanismos que pudieran llevarlo
espontáneamente a un equilibrio con pleno empleo de todos los factores
productivos: sólo en ciertos casos particulares era posible llegar al tipo de situación
vista como natural por los economistas clásicos.
En el cuerpo de la Teoría General, Keynes tocó los aspectos internacionales de la
actividad económica sólo en un punto, el del efecto del grado de apertura de la
economía sobre la velocidad de recuperación tras una reactivación pública, por
ejemplo, por medio de un programa de obras públicas. Cuanto más abierta
estuviese una economía al comercio internacional, más se desbordarían los efectos
de un programa de reactivación a favor de los trabajadores de otros países. Hoy
diríamos que una reflación puesta en práctica por el gobierno nacional incitaría a los
ciudadanos a aumentar su demanda de importaciones, con lo que se beneficiarían
los extranjeros. En palabras de Keynes:
“En un sistema abierto con relaciones de comercio extranjero, un parte del
multiplicador de la mayor inversión redundará en beneficio del empleo en países
extranjeros, ya que una proporción del mayor consumo reducirá el superávit de la
balanza comercial de nuestro país”.
Hoy sabemos que ese multiplicador de la inversión pública sobre el empleo en todo
caso no es un parámetro estable, sino que puede reducirse a cero si los individuos
descuentan las intenciones del Gobierno y multiplican su ahorro con vistas a un
futuro aumento de impuestos para financiar el déficit presupuestario (como hoy
ocurre en Japón). También sabemos que la imposibilidad de alcanzar
espontáneamente el pleno empleo no se debe a algún defecto inherente del
mercado económico, sino a los defectos del marco institucional, que congelan las
estructuras salariales que por su naturaleza deberían ser flexibles.
No es la teoría ricardiana de los costes relativos el objeto de los ataques de Keynes
contra el librecambio en la Teoría General, sino la doctrina de Hume del mecanismo
del patrón oro. Keynes no defendió el proteccionismo en 1936 sólo desde un punto
de vista práctico, sino rechazando la doctrina de Hume o, en sus propias palabras,
denunciando “la insuficiencia de los fundamentos teóricos de la doctrina del laissez
faire en la que me eduqué y que enseñé durante muchos años”.
Para el Keynes de la Teoría general, el tipo de interés y el volumen de la inversión
no se ajustaban espontáneamente al nivel óptimo. Las economías capitalistas
mostraban una tendencia constante al ahorro excesivo. Además. las decisiones de
inversión de los capitalistas privados eran en su opinión erráticas e impredecibles.
Por ello, una política monetaria cuyo único objetivo fuera el de ajustar la cantidad
de dinero para mantener equilibrada la balanza de pagos era incompatible con el
pleno empleo.
Keynes, pese a lo que él creía, no era muy buen teórico, pero estaba adornado de
un gran instinto práctico para elucubrar remedios de corto plazo que aliviaran los
problemas macroeconómicos del momento. Mas al final supo ver que el bienestar
de todos los países, inclusive los que habían creado un Estado providencia
socialdemócrata, no podía progresar si no se expandía el comercio mundial – la
gran lección de Adam Smith. Por esa razón volvió a cambiar de postura en materia
de libertad de comercio, llegado el momento de preparar la postguerra de la II
Guerra Mundial.
Keynes aceptó en Bretton Woods un orden internacional algo más abierto porque
creyó que, gracias a los acuerdos allí firmados, se iba a instaurar el keynesianismo
a nivel mundial.
El mundo por suerte no se embarcó en un experimento de planificación mundial,
sino que, con más o menos tardanza, siguió el camino de la restauración del libre
mercado que señalaron el General Marshall (1880-1959) con su generoso Plan y el
canciller Ludwig Erhard (1897-1977) con la liberación de la economía alemana en
1948. Sólo el Reino Unido se empeñó en seguir el camino socialdemócrata durante
más de dos decenios, con los efectos que hubo de denunciar y corregir M. Thatcher.
La teoría del segundo óptimo como base de la protección ad hoc
La hipótesis implícita en las teorias Keynesianas es la de que, en el contexto de una
economía regulada o rígida, la aplicación de recetas sencillas como son el laissez
faire y el librecambio lleva frecuentemente a peores resultados que políticas de
parcheo ad hoc. La formulación precisa de este fenómeno, que parece socavar las
doctrinas librecambistas tildándolas de inaplicables en la mayor parte de las
situaciones reales, no ocurrió hasta 1956, con la formulación del llamado “teorema
del segundo óptimo” por Lipsey y Lancaster.
Para entender la cita siguiente es necesario traducir al lenguaje corriente algunas
de las expresiones económicas que contiene. Se entiende por “equilibrio general”
una representación de la economía basada en que todas las variables se influyen
mutuamente. Se entiende por “condiciones paretianas”, el conjunto de las
condiciones que garantizan que la economía ha llegado a un máximo de bienestar
tal que nadie puede mejorar sin que otro empeore.
El teorema general del segundo óptimo expone que, si se introduce en un sistema
de equilibrio general una constricción que impide que se consiga una de las
condiciones paretianas, las demás condiciones paretianas, aunque sean
alcanzables, ya no son deseables.
En el caso que nos concierne, si en una economía el mercado laboral ha dejado de
funcionar libremente, porque el Estado financia prestaciones de desempleo, y el
tipo de cambio y los movimientos de capital están intervenidos, entonces la libertad
de importación y exportación de mercancías y capitales puede no ser deseable,
como dijo Keynes. La aplicación incompleta de una de las condiciones de primer
óptimo, en el caso que nos ocupa, la liberalización del comercio exterior sin liberar
también el mercado de trabajo y el tipo de cambio, lejos de aumentar el bienestar,
tiene un “efecto boomerang” y muy probablemente empeorará la situación y nos
alejará de ese primer óptimo que apetecíamos.
Este resultado tan paradójico, que hace inalcanzable un primer óptimo y peligroso
buscarlo con políticas incompletas, nace de que, en una economía, “todo depende
de todo”, por lo que una medida puede verse derrotada por “retroalimentaciones”
provinientes del resto del sistema (lo que se llaman “efectos de equilibrio general”).
Sólo si todo el resto de la economía es perfectamente flexible, significaban Lipsey y
Lancaster, podría ponerse en práctica, por ejemplo, una liberación del comercio
exterior sin que aparecieran reacciones negativas de equilibrio general.
El teorema del segundo óptimo también es inquietante para quienes proponen
caminar hacia una economía mundial libre y próspera creando primero uniones
aduaneras parciales, del estilo del Mercado Común Europeo o del Area de Libre
Comercio de América del Norte, con la espe42 ranza de que nos vayan acercando al
primer óptimo. El argumento del segundo óptimo implica que las liberalizaciones
pasito a pasito pueden desviarnos totalmente del objetivo pretendido.

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