TEORIA POLITICA: LIBERALISMO 3

Tomado del libro Friedrich A. HAYEK: «PRINCIPIOS DE UN ORDEN SOCIAL LIBERAL» Edición de Paloma de la Nuez Unión Editorial, Madrid, 2001; p 53-57 y 72-99. Se ha prescindido de la sección 2ª del texto (“Panorama histórico”).
Hayek, Premio Nobel de Economía, de 1974, es un filósofo social cuyas meditaciones van más allá del punto de vista económico y abarcan todas las Ciencias Sociales.

B.- La concepción liberal del derecho

El significado de la concepción liberal de la libertad como libertad en la ley (o ausencia de toda coacción arbitraria) depende del valor que en este contexto se atribuya a los conceptos de “derecho” y “arbitrariedad”. A las diferencias en el uso de estos términos se debe en parte la existencia, dentro de la tradición liberal, de un conflicto entre quienes (por ejemplo Locke) piensan que la libertad sólo puede existir en la ley («pues ¿quién podría ser libre si dependiera del capricho de otros hombres?») y los numerosos liberales continentales, y con ellos también Jeremy Bentham, que entienden, según palabras de este último que: «toda ley es un mal, ya que toda ley es una violación de la libertad». Es claro que la ley puede emplearse para destruir la libertad, pero no todo lo que produce la actividad legislativa se configura como ley en el sentido en que la entendían Locke, Hume, Smith o Kant o, también más tarde, los whigs ingleses que veían en la ley la salvaguardia de la libertad. Lo que ellos entendían por ley cuando hablaban de la ley como salvaguardia indispensable de la libertad, no era otra cosa que aquel conjunto de normas de mera conducta que constituyen el derecho privado y el derecho penal, y no cualquier prescripción emanada de la autoridad legislativa. Para cualificarse como ley, en el sentido empleado por la tradición liberal inglesa para definir las condiciones de la libertad, las normas impuestas por el gobierno tienen que poseer determinados atributos, intrínsecos al derecho de la common law inglesa pero que no se hallan necesariamente presentes en todo lo que produce la legislación positiva. Es decir, tienen que ser normas generales de conducta individual, aplicables a todos con el mismo título, en un número indefinido de circunstancias futuras, y ser capaces de circunscribir la esfera protegida de la acción individual, asumiendo así esencialmente el carácter de prohibiciones más bien que el de prescripciones específicas. Son, finalmente, inseparables de la institución de la propiedad individual. En los límites definidos por estas normas de mera conducta, se suponía que el individuo es libre de emplear sus conocimientos y capacidades para perseguir los propios objetivos siguiendo el camino que considera más apropiado.
Los poderes coercitivos del gobierno quedaban limitados a la imposición de tales normas de mera conducta. Todo esto no excluía que el gobierno (a excepción de una ala extrema de la tradición liberal) tuviera la posibilidad de proporcionar a los ciudadanos algunos servicios. Significaba tan sólo que el gobierno, sea cual fuere el servicio que tiene que prestar, sólo puede emplear para tales fines los recursos de que dispone, sin constricción alguna para el ciudadano privado. En otros términos, el gobierno no puede utilizar la persona y las propiedades del ciudadano para alcanzar sus propios objetivos. En este sentido, el acto de una asamblea legislativa plenamente legal puede ser tan arbitrario como el de un autócrata; en realidad, cualquier prescripción –o prohibición– dirigida a personas o grupos particulares y no derivada de una norma aplicable universalmente, debería considerarse como arbitraria. Así, pues, lo que hace que un acto coactivo sea arbitrario, en el sentido en que el término se emplea en la vieja tradición liberal, es el hecho de que el mismo sirva a un fin particular del gobierno, es decir que responda a un determinado acto arbitrario y no a una norma universal necesaria para mantener aquel orden global, que se genera a sí mismo, de las acciones, al cual se ordenan todas las demás normas de mera conducta.

C.- El derecho y el orden espontáneo de las acciones

La importancia que la teoría liberal atribuye a las normas de mera conducta se basa en la idea de que estas son una condición esencial para mantener un orden, espontáneo y que se genera a sí mismo, de las acciones de los distintos individuos y grupos, cada uno de los cuales persigue sus propios fines basándose en sus propios conocimientos. Conviene subrayar que en el siglo XVIII los grandes fundadores de la teoría liberal –David Hume y Adam Smith– no postulaban una armonía natural de los intereses, sino que más bien sostenían que los intereses divergentes de los distintos individuos pueden conciliarse a través de la observancia de normas de conducta apropiadas: o bien, según las palabras de su contemporáneo J. Tucker que: «el motor universal de la naturaleza humana –el amor a sí mismo– puede dirigirse de tal modo [...] que promueva, mediante los mismos esfuerzos que realiza en su propio interés, también el interés público». Estos filósofos del siglo XVIII, en efecto, eran tanto filósofos del derecho como estudiosos del orden económico, y en ellos la concepción del derecho y la teoría del mecanismo del mercado se hallaban estrechamente conexas. Comprendían que sólo el reconocimiento de ciertos principios jurídicos –en primer lugar la institución de la propiedad privada y la obligación de observar los compromisos contractuales– puede garantizar una adaptación recíproca de las acciones de los distintos individuos, de tal modo que cada uno pueda tener una probabilidad fundada de realizar los particulares objetivos previamente fijados. Como la teoría económica habría de poner de manifiesto con mayor claridad, era precisamente esta adaptación recíproca de los planes individuales la que ponía a los hombres en condiciones de hacerse recíprocamente útiles aun empleando cada uno sus peculiares conocimientos y capacidades al servicio de los propios fines personales.
La función, pues, de las normas de conducta consiste no ya en organizar los esfuerzos individuales para alcanzar objetivos específicos y concordados, sino sólo en asegurar un orden global de las acciones en cuyo ámbito cada uno pueda obtener la mayor ventaja, en la persecución de sus propios fines personales, de los esfuerzos de los demás. Las reglas capaces de producir este orden espontáneo se consideraban el producto de una larga experiencia pasada. Y a pesar de juzgarlas susceptibles de perfeccionamiento, se pensaba que semejante progreso debía proceder lentamente, paso a paso, según las indicaciones sugeridas por las nuevas experiencias.
La gran ventaja de un orden que se autogenera se percibía no sólo en el hecho de que ese orden deja a los individuos libres de perseguir sus propios fines, ya sean egoístas o altruistas, sino también en el hecho de que permite utilizar experiencias surgidas de diversas y particulares circunstancias, fragmentadas y dispersas en el espacio y en el tiempo, que pueden existir únicamente como experiencias de los diferentes individuos y que en modo alguno pueden ser unificadas por una autoridad rectora cualquiera. Y es esa utilización de tantas experiencias particulares, superior a la que sería posible bajo cualquier forma de dirección centralizada de la actividad económica, la que permitirá una producción social global muy elevada.
Abandonar la formación de semejante orden a las fuerzas espontáneas del mercado –aunque operen en el marco de normas jurídicas apropiadas–, si bien garantiza un orden más comprehensivo y una adaptación más completa a las diversas circunstancias concretas, implica también que los contenidos particulares de este orden no estén sujetos a un control predeterminado, sino que en gran medida se confíen a la casualidad. El conjunto de las normas jurídicas y de las distintas instituciones particulares que sirven a la formación del mercado y de su mecanismo puede determinar sólo la fisonomía general o abstracta de éste, pero no sus efectos específicos sobre los distintos individuos o grupos. Aunque su justificación se basa en la idea de que incrementa las posibilidades de todos, de tal modo que la posición de cada individuo depende, en gran parte, de sus propios esfuerzos, permite sin embargo que el éxito de cada individuo o grupo dependa también de circunstancias imprevistas, que ni él ni ningún otro sujeto es capaz de controlar. Por ello, desde Adam Smith en adelante, el proceso por el que en una economía de mercado se determinan las cuotas que corresponden a cada uno de los individuos se ha comparado a menudo a un juego en el que los resultados que cada uno obtiene dependen en parte de su habilidad y esfuerzos y en parte también de la casualidad. Los individuos pueden aceptar participar en el juego, porque ello hace que la suma total de las cuotas individuales sea mayor de lo que sería posible mediante cualquier otro método. Pero, al mismo tiempo, las ganancias de cada uno de los individuos acaban dependiendo de fatalidades de todo tipo, y no hay modo de garantizar que esas ganancias correspondan siempre a los méritos subjetivos de los esfuerzos individuales. Antes de examinar más detenidamente los problemas planteados por este aspecto de la concepción liberal de la justicia, conviene detenerse sobre algunos principios constitucionales en los que la concepción liberal de la justicia se ha venido poco a poco encarnando.

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